10 de septiembre de 2006

Los frikis de mi vida (II): El Capitán Cuerno

Era el lince ibérico de la fauna autóctona del territorio metalero condal. Moreno, cachillas, largo y lacio cabello negro, y alergia a las camisas. Se paseaba a cuerpo gentil junto a su hermano por los calurosos garitos escanciándose la birra en un cuerno recuerdo del Wacken. Cuerno bueno, no de los de plasticorro que venden en algunos de los sucedáneos de festival que celebramos por aquí. Normalmente iba con pantalones de cuero negro convenientemente arrepretaítos, excepto en los festivales, a los cuales acudía con falda escocesa para airear la huevana. A mí me lo presentaron como Capitán Cuerno, pero también le llamaban el Conan, así que un justo término medio sería llamarle Capitán Conan. Pero como ésa es una película franchute, mejor Capitán Cuerno. Se fabricaba él mismo, y hacía por encargo, muñequeras y brazales de cuero y tachas, y me quedé con ganas de pedirle una, aunque sus acabados de Cueronova no llegaban a convencerme. Me partí de risa cuando le vi salir en la tele en un reportaje sobre rol, trabajando en una editorial o algo por el estilo. Lástima que los cámaras no completaran el reportaje enfocándole con la espada que a veces llevaba en su furgoneta del año catapún, y que alguna vez sacó a pasear ilegalmente para completar el personaje, según me han contado. El primer día que le vi no perdí la oportunidad de aprovechar una vaga relación que tenía una amiga mía con él para hacernos una foto de grupo, porque no se pillan cachos como ése demasiado a menudo. Y claro, cuando la Catedrosis Múltiple miró por encima de mi hombro y vio la foto con la Angainor estrenando corpiño-gótico-y-agarrá-a-la-cintura-te-canté-a-la-sombra-de-los-pinos con el Capitán Cuerno en la pantalla del ordenador, no pudo más que exclamar que estaba muy guapa yo, muy guapo él y que yo tenía una doble vida: sosita de día y ligamaromos de noche. Y encima disfrazada. Cuán frágil es el cristal de las reputaciones.
El Conan tenía su Valeria particular, que vestía más ochentera que medieval y era rubia, cómo no. Desaparecieron un día, mis pobres linces ibéricos, después me contaron que porque se habían cambiado de ciudad. También me dijeron que sí, que parecía muy majete y timidín pero que castigaba su hígado con sustancias perniciosas pero bien. ¡Qué pena que se nos fuera una de las joyas de la corte del metal! No está el ganado como para poder alegrarse la vista con muchas reses.

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