20 de febrero de 2010

Si ellos mismos se dan cuenta por algo será (largo)

Ya sabéis que biólogos (científicos en general) y médicos no se llevan bien. Diferente formación, diferente manera de pensar, competencia. Ahora que trabajo rodeada de ellos mi opinión sobre sus cualidades humanas no deja de empeorar. Además conozco el percal de los residentes y es para echarse a temblar: imaginaos a chavales criados en la ESO pero jugando a pasar el rato siendo médicos. Abundan los que carecen de una mínima base de cultura general, manifiestan escaso interés en los avances científicos, su compañerismo deja bastante que desear y sorprende su falta de responsabilidad e implicación en el trabajo, con una mentalidad funcionarial que contrasta con la vocación de sacrificio que se les atribuye. Niños pijos presumiendo de carrera que merecen un buen par de hostias.
Que la medicina ya no es lo que era y que las nuevas generaciones de médicos dan miedito es algo que no se les escapa ni a los propios médicos. Mucha tecnología y pruebas caras en manos de ineptos distanciados con el paciente.

Os dejo un artículo aparecido en la Revista Clínica Española el año pasado que se distribuyó en mi hospital (las negritas son mías). Ni qué decir tiene que los médicos jóvenes pasaron de ello como de la mierda.


Decadencia del arte clínico y auge de la medicina high-tech

J.A. Rodríguez-Montes


En 1962, el traumatólogo R. de Vega publicó un ensayo clínico titulado Grandeza y menosprecio del arte clínico, en el que escribía “cualquier médico se percata de que los médicos, en proporción creciente, interrogan mal, exploran mal y, en consecuencia, yerran sus diagnósticos y tratamientos”. La situación ha seguido deteriorándose de tal modo que el arte clínico, que siempre ha sido el estímulo cotidiano del quehacer médico, corre ahora el riesgo de ser sustituido por la técnica y el pragmatismo al adoptar el facultativo actitudes que le alejan de sus responsabilidades con los pacientes y la sociedad. En efecto, durante las últimas décadas, la formación médica ha asumido una progresiva tecnificación de las destrezas requeridas para el ejercicio profesional. Sin que esto sea, por sí mismo, un demérito, esta evolución evidencia un desplazamiento de las habilidades clínicas basadas en la palabra y en la exploración física; no obstante, sería injusto ignorar los grandes progresos que la tecnología dedicada al servicio de la salud ha permitido alcanzar. No se trata, pues, de oponer tecnología a la relación médico-paciente, ya que no es la separación sino la conjunción de las habilidades la llave del progreso médico.

La profesión médica hoy día no sólo tiene problemas de diversa índole, sino que, además, tiene una “enfermedad” que se inicia en las facultades de Medicina, donde no siempre se le presta la atención que merece, y de la que los docentes son los únicos responsables. Durante el período de residencia es fácil de reconocer, pero no se hacen los esfuerzos necesarios para evitarla y en el mejor de los casos las medidas correctoras son ignoradas, inadecuadas o temporales. Esta “enfermedad” ha sido denominada por H. L. Fred, de la Universidad de Texas, “deficiencia de habilidades clínicas”, por la que, por definición, los afectados están mal entrenados para asistir bien a los pacientes. Y los programas de residentes aprueban un número cada vez mayor de estos “hipohábiles”: médicos que no pueden hacer una correcta historia clínica, ni una exploración física fiable, ni interpretar la información que recogen; tienen poco poder de razonamiento y escasa capacidad de comunicación con el enfermo; sin embargo, estos médicos son ávidos en pedir todo tipo de análisis y pruebas, aunque no siempre saben cuándo hay que solicitarlos ni cómo interpretarlos; también han aprendido a valorar un cúmulo de datos más que al paciente a quien pertenecen.

Por esta actitud, adquieren, de modo inevitable e involuntario, una perspectiva enfocada al laboratorio y a la imagen más que al enfermo; tanto es así, que la consecución del diagnóstico está actualmente condicionada por la necesidad de objetivar con cifras o imágenes la impresión inicial. Esta tendencia a resolver las dudas mediante la objetivación es una estrategia no sólo tranquilizadora como posible medio de defensa sino que está imbuida del concepto de lo “científico”; por ello, es fácil constatar que muchos médicos tienen como prioridad verificar las hipótesis a través de la contundencia tecnológica de la imagen o de los datos de laboratorio en ausencia de una anamnesis y exploración física oportunas. Es obvio recordar que por ser la enfermedad un fenómeno de la especie humana debería incluir, más que ignorar, la parte de incertidumbre intrínseca a todo proceso biológico o social que afecte al hombre. En ocasiones, la clínica nos aporta ejemplos en los que la sustitución del juicio clínico por los exámenes complementarios puede ser una conducta peligrosa; desde el angor inestable al infarto de miocardio, los cuadros clínicos se asocian, en porcentajes importantes, con períodos de “silencio” bioquímico o electrocardiográfico mientras “habla” la clínica. En tanto dura esta situación (que en general se modifica en el curso de las horas), existe el riesgo de descartar el proceso ante la falta de datos “objetivos”, sin valorar que es un momento arriesgado para el paciente al privarle de observación y eventuales opciones terapéuticas, más eficaces cuanto más precozmente se apliquen. La sustitución del juicio clínico y del abordaje cualitativo del interrogatorio por un criterio basado en la imagen o en los datos de laboratorio son desviaciones inaceptables. Por esta actitud de renuncias, el médico actual ha perdido otra cualidad: el ojo clínico, atributo fisiológico e intelectual. Aquel que no sabe ver enfermos es muy difícil que llegue a reconocer las enfermedades. La empatía junto con la exploración física bien hecha y la interpretación correcta son el fundamento de la clínica eficaz.

El primer acto válido para adentrarse en la intimidad del paciente es la anamnesis; si ésta no cumple las exigencias mínimas requeridas, se convierte en rutina pasajera. La anamnesis (“recuerdo”), interrogatorio o entrevista tiene sus reglas, aunque se aplican de una forma personal que ca racteriza a cada clínico. Ver hacer la anamnesis a un médico experto, cómo precisa las circunstancias de la dolencia, cómo delimita la sintomatología, cómo se adapta a la mentalidad y al lenguaje de cada paciente y cómo confiere orden y lógica a los datos recogidos es algo que no enseñan los libros, y su ingenio radica en su realización. Por ello, siendo en apariencia el procedimiento clínico más fácil, resulta el más difícil en la práctica; cualquier otro método exploratorio tiene más un componente técnico que personal, desde la percusión del bazo hasta la lectura de una radiografía. Hacer la anamnesis exige al médico conocer desde los matices de la enfermedad hasta la psicología y cultura del paciente.

Toda historia clínica mal hecha es un conjunto de datos sin valor práctico. Su estilo es diverso y aunque hay historias clínicas que lo expresan todo con un lenguaje preciso, en la mayoría, al revisarlas, se comprueba que muchas veces el médico no acierta a transcribir el proceso patológico y que no posee la capacidad mínima de redacción para ello, por eso suple la historia clínica con sucedáneos. Para redactar una buena historia clínica se necesitan, además de saber mucha patología, dotes intelectuales, cultura, sosiego y tiempo, requisitos no siempre coexistentes entre los médicos. La carencia de habilidades clínicas (saber hacer) está muy generalizada; se debe a la falta de práctica asociada a la poca exigencia de las mismas por los docentes clínicos. ¿Por qué estas deficiencias se generan, persisten y aumentan? La respuesta, según H.L. Fred, es doble: a) los valores y prioridades de la sociedad han cambiado; el sentido de la responsabilidad y el orgullo del trabajo bien hecho han decaído de modo notable, y b) la mayoría de los clínicos docentes se formaron después de los años 70, época en la que se iniciaron las nuevas tecnologías. La medicina high-tech es “todo” lo que vieron y aprendieron, y, por ello, la que pueden enseñar, en detrimento de la medicina high-touch, de la que muchos carecen.

La medicina high-touch es la medicina basada en una historia clínica bien elaborada junto a una pertinente y correcta exploración física y a una interpretación crítica de la información obtenida. Sólo entonces se deciden qué análisis y pruebas se necesitan, y, si proceden, deben pedirse de las más simples a las más complejas. Por el contrario, la medicina high-tech suprime, en general, la historia clínica y la exploración física y, muchas veces para complacer al paciente, consiste en solicitar directamente diversos análisis y pruebas que, casi siempre, incluyen una resonancia magnética nuclear, una tomografía axial computarizada (TAC), o ambas. No cabe duda de que la avanzada tecnología médica ha aumentado la capacidad de diagnosticar y tratar enfermedades que hace no muchos años era impensable, pero también ha fomentado la pereza, especialmente la mental, entre muchos médicos. La excesiva confianza en la tecnología impide al facultativo utilizar la más sofisticada maquinaria que tiene disponible: el cerebro.

El médico es clínico porque sabe hacer bien un conjunto de gestos artesanales. El arte clínico es un saber hacer y no un escueto saber; de ahí la importancia que para su posesión reviste lo que nuestro cometido tiene de oficio, su educación cotidiana y su necesidad imprescindible. En opinión de M. Bañuelos “...quien no enseña a hacer, y a saber hacer bien, no enseña arte clínico, y sí, acaso, patología o clínica teóricas”. El arte clínico persigue el conocimiento de la naturaleza de las enfermedades a través del conjunto de los métodos de exploración. Desde la anamnesis al diagnóstico, se entrelazan una serie de episodios que exigen -además del conocimiento de la patología, la medicina y las ciencias auxiliares- habilidad, intuición, inteligencia y experiencia personal. El objetivo inmediato del arte clínico es conocer; para el paciente, conocer es saber la importancia de su patología y las posibilidades de curación; y para el médico, conocer es definir, pronosticar y tratar la enfermedad. Conseguir que todos los graduados sean médicos y clínicos cabales es condición sine qua non para recuperar la medicina high-touch. ¿Cómo y dónde? Cualquier remedio será difícil porque implicará una renovación de la enseñanza y un cambio de mentalidad de muchos de los docentes clínicos actuales. En general, el médico recién graduado posee muchos conocimientos teóricos y poca experiencia clínica; ello es debido a que la mayoría de las facultades transmiten en exceso saberes librescos y no forman al estudiante mediante actividades dinámicas y saberes vivos; se cultiva el memorismo en vez de enseñarles a pensar, a analizar y a ser críticos. No se enseña lo suficiente al lado de la cama del enfermo, los alumnos permanecen poco tiempo junto a los pacientes y cuando están en el hospital son tutorados por los clínicos más jóvenes, con las limitaciones que esto supone. Algo tan básico como interrogar, palpar un abdomen o identificar un tono cardíaco se debe aprender en el hospital junto al paciente, ya que “el verdadero santuario de la ciencia médica está en la cabecera del enfermo”. Para promover la medicina high-touch, los docentes tienen que asumir que su objetivo es educar y que, por ello, deben enseñar el valor del arte clínico; qué pruebas solicitar, cuándo y cómo interpretarlas; a elegir primero el estetoscopio, no el fonocardiograma para detectar una valvulopatía; a utilizar las manos, no la TAC, para diagnosticar una hepatomegalia, y a solicitar tecnologías avanzadas para verificar más que para formular sus impresiones clínicas. En síntesis: enseñar a utilizar el cerebro y el corazón para asistir a los pacientes. Han de enseñar también el valor de la eficiencia, haciendo realidad el médico “cinco estrellas” definido por la Organización Mundial de la Salud, en el que destacan las funciones de decisor, que elige qué tecnologías aplicar ética y económicamente, y de gestor, orientando su actuación hacia la satisfacción de las necesidades de los pacientes y la comunidad. Es aconsejable aprender de quienes practican buena medicina en los Centros de Atención Primaria, ya que lo que hacen cada día esos médicos puede tener poco parecido con lo que los pregraduados oyen en las aulas. Además, buena parte de la experiencia clínica debería adquirirse en el mundo real, supervisada por médicos avezados y con sentido común. Es conveniente y lógico que los alumnos conozcan el primer nivel asistencial, en el que se solucionan el 90% de los problemas de salud de los ciudadanos y en el que ejercerán el 40% de los graduados. La formación clínica del estudiante ha de basarse, en esencia, en dos supuestos: a) conceptuar la Medicina como un saber sobre el hombre, lo que implica dar un carácter humano concreto a toda la docencia médica. La Medicina es ciencia, arte, técnica, empirismo y humanismo; tratamiento del hombre enfermo. El paciente no es un “caso clínico”, ni un número de una lista de espera, es una persona con sentimientos y emociones, “no hay enfermedades sino enfermos”, y b) equilibrar las enseñanzas científico-técnicas con el aprendizaje riguroso de las bases del arte clínico. En la metodología educativa de la Medicina, además de un programa teórico (área cognitiva), se incluyen, en las áreas de habilidades y actividades, los procedimientos biótico (aprendizaje por la vivencia), práxico (aprendizaje por la acción) y ergodidáctico (aprendizaje por la autoactividad). A partir del perfil o profesiograma adoptado se pueden definir previamente qué cambios en los conocimientos (área cognitiva), en las aptitudes o habilidades (área de la psicomotricidad) y en las actitudes (área de la afectividad) deben ser alcanzados. Al final del proceso educativo y de cada una de sus fases, el pregraduado deberá haber incorporado una serie de conocimientos, capacidades y comportamientos que no poseía previamente. El objetivo general es conseguir médicos generales competentes, teniendo siempre presente que “ser competente significa que se poseen los conocimientos y habilidades que permiten una asistencia a los enfermos basada en los principios actuales de la Medicina”.

El posgraduado no sólo debe saber, conocer y saber hacer lo relacionado con su profesión, sino que también debe conocer la “ciencia” social y humana, ya que la actuación de un médico es incompleta si desconoce los aspectos psicológicos y sociales del paciente. El avance de la Medicina no consiste sólo en el desarrollo técnico estricto, sino en el esfuerzo dirigido a modificar positivamente la totalidad psico- física del enfermo; por eso, una Medicina que no sea personal, no sólo no es un progreso sino que incluso puede convertirse con facilidad en un factor yatrógeno. En la Medicina actual, merced al “espíritu” de la técnica, priman sobre la calidad de la exploración y su sentido artesanal (que exige tiempo y preparación) el sentido de economía y rapidez, que llevan en pacientes determinados a prescindir de la historia clínica y de la exploración directa, de las técnicas elementales y personales, para solicitar una “batería” de análisis y pruebas complementarias y con ellos establecer el diagnóstico. La educación médica exige una formación clínica del pregraduado, restaurando las bases del arte clínico; si no se hacen bien la anamnesis, la exploración física, los diagnósticos y tratamientos, se renuncia a un pasado clínico de siglos, que es el patrimonio intangible de la profesión médica. Conceder a la palabra y al razonamiento lógico la jerarquía intelectual que le corresponde podría evitar una injustificable subordinación o una irracional dependencia de lo que debería subordinarse a ellos; no hacerlo expone al automatismo del dato y al menosprecio de la insustituible comunión con el paciente que sufre, y del ejercicio creativo de hablar, escuchar, contextualizar y reflexionar.

En las facultades de Medicina se debe formar a los alumnos de acuerdo con lo que será su ejercicio profesional. No se les puede instruir para la práctica de una Medicina muy sofisticada y tecnificada ya que casi la mitad de ellos no la ejercerá de ese modo, hacerlo podría ser la causa de frustraciones y fracasos. El objetivo es que el estudiante adquiera conocimientos, habilidades y competencias que le permitan su posterior especialización. Lo importante son los alumnos, no los profesores.

17 de febrero de 2010

De siempre han pasado estas cosas en la ciencia

Os dejo el enésimo chiste de subtítulos de la famosa escena de "El hundimiento", esta vez enfocado a una situación muy cotidiana para todo investigador científico: enfrentarse a las respuestas de los referees de un paper. Lo malo de esto es que a los no científicos os sonará a chino.
Breve explicación para los que estéis completamente pez en el tema: cuando un grupo de investigación quiere publicar un artículo, envía el manuscrito con los resultados al editor de la revista, quien lo da a leer a dos o tres revisores "anónimos" (referees) que evaluarán de modo crítico el manuscrito y de quienes depende la decisión de rechazarlo o aceptarlo con modificaciones. Los autores reciben la respuesta de los revisores y en función de lo que digan, modifican el manuscrito para mejorarlo o lo envían a otra revista de menor impacto. Todo este proceso hasta la aceptación final y la publicación dura meses y es una pequeña odisea.

Sucede con frecuencia que mientras dos revisores consideran espléndido y maravilloso un trabajo, el tercero lo considera una puta mierda. ¿Qué cara se les queda a los autores entonces? ¿Y qué pasa si en varias revistas te rechazan despreciativamente el artículo y la tercera dice que el trabajo es sublime? ¿Y si por los comentarios de los revisores queda patente que NO se han leído el artículo en condiciones y no han entendido ni jota? ¿Y si la opinión de los revisores es favorable pero el editor, que tiene la última palabra, dice que nones? ¿Y si dicen que sólo te aceptan el artículo si te curras un experimento extra hipermegadifícil, largo y costoso?

En fín, la ciencia es una carrera de obstáculos y el tema de las respuestas de los revisores siempre es de guasa. Lo mejor del chiste es cuando "el investigador principal" pide que se vayan los autores no principales del artículo, y de mil quedan 4 gatos: fiel reflejo de que en un trabajo científico los que se pegan la currada padre siempre son dos o tres y los demás que firman el artículo están incluídos por mero politiqueo o son unos caraduras que no han pegado ni chapa. Hay firmantes de artículos que ni siquieran llegan a leerse la versión final. Ocurre muy frecuentemente con los médicos, ejeeeem...

En fin, espero que sirva como acercamiento a la realidad de los científicos...Científicos, esos grandes desconocidos.

5 de febrero de 2010

Recupero el salto tecnológico definitivo

Que sepais que el Maromo ha recuperado el funcionamiento de la cámara de mi pobre teléfono móvil tutiplén mediante un sistema esotérico de imposición de manos y apertura de chacras (básicamente, que un par de meses después de su desgraciado accidente retreteril se deben haber secado los circuitos y ya furrula, lo que pasa es que yo no me atrevía a probarlo para no seguir llevándome el disgusto). Además, y es que para todo hay que estudiar, ha descubierto por qué últimamente la batería duraba menos, y es que de esto que al ser un teléfono táctil a veces en el bolso se pulsan teclas a lo bobo y se había conectado el bluetooth sólo, y estaba tirando de batería cosa mala. Así que vuelvo a ser feliz con mi móvil gratis con cámara de 5 megapíxels con la que puedo llevar a cabo una de mis aficiones favoritas, que es hacer fotos a carteles graciosos en la calle y demás frikadas de la vida que parecen de sopetón. A ver si acumulo algunas y las cuelgo.
Por cierto, aquí podéis disfrutar de uno de mis celebradas pero poco frecuentes demostraciones de genio periodístico musical.