La verdad es que si mi madre quisiera podría acusarme de maltrato psicológico, por pegarle 3 gritos en día de su cumpleaños, y todo porque me había urticado enormemente el apéndice nasal con su sucesión de preguntas obvias más propias de un intoxicado crónico por cannabis que de una persona con el neocórtex plenamente funcional. Y es que hay a veces hace gala de una falta de entendederas y comprensión empática importante.
Pero el maltrato psicológico empezó mucho antes, cuando me confesé para la comunión y mentí, y le dije al cura las mismas gilipolleces que dicen todos los niños: que si me pegaba con mi hermano, ofendía a mi madre...Porque los pecados reales no me los sacaban ni con polígrafo, vamos. Y el cura, con tono de grabación de oficina de atención telefónica dijo: "pues ahora cuando vuelvas al asiento le das un beso a tu madre". ¡¡ Y NO LO HICE!! No lo hice. No lo hice delante de todo el mundo, y tampoco lo hice después. Me limité a ver cómo la niña que se confesó detrás mío, igual de pérfida que yo, le daba un beso a su madre cuando volvía su asiento. Así empezó todo. Porque no le dí ese beso a mi madre, y aún no se lo he dado.
Después, todo fueron indignaciones por la ropa destrozada tras la colada y las misérrimas raciones del táper. No le gustaba que yo me preparara la comida, por miedo a no controlar si me volvía anoréxica (lo juro). Y en su lugar me ponía en la fiambrera dos filetillos de pollo a la plancha que sobraron de la semana pasada. Las tempestuosas discusiones finalizaron cuando cociné yo, pese a sus miedos.
Y es que en tema de las comidas es desastroso. Hasta mi padre se indigna.El otro día que de cenar hubo sopa, y sólo sopa, debió de ser uno de esos días en los que se pregunta por qué no se casó con otra. Y es que mi madre tiene el síndrome de la posguerra. Tiene dinero, pero vive y come como si viviéramos con la renta mensual de una familia de Sierra Leona. A mi hermano no le importa porque está enfrascado en esa misteriosa dieta de adelgazamiento que consiste en creer que un plato de tortellini sin salsa adelgaza más que un plato de lentejas. Y mi madre subsiste a base de café y un huevo frito al día. Para ella, un sandwich grasiento tres veces por semana preparado en el intermedio del fútbol es proporcionar una nutrición correcta a la familia. Qué dura es la vida del sibarita en esas condiciones.
Y ojo a la foto que le hice al suelo de la cocina un día cualquiera: no se aprecia bien, pero está cochambroso. No es excepcional, está así por norma. Sin mencionar la costumbre higiénica de dejar sumergidos los platos por fregar en agua durante varios días, de manera que se desprenda bien toda la roña. Y así transcurre el tiempo de los platos, ahogándose en agua pestilente, color
coca-cola, con sobras en el fondo y mierda diversa flotando, hasta que mi madre acabe de jugar al solitario y al buscaminas. Da igual que vacíes de agua la pila, la volverá a llenar para que los platos se rebocen más de agua pestilente.
Ni qué decir tiene que el aceite lo reutiliza mil veces, limpio, sucio o con tropezones y que no tiene inconveniente ninguno en que los restos de mayonesa dejados al aire en la nevera adquieran una costra naranja fosforito. La nevera de mi casa es una granja de Penicillium, y así seguirá
De todos modos, cuánto sabe mi padre, que aparte de una batidora, le ha regalado a mi madre...¡¡lavar los platos!! Lástima que no tenía la cámara a mano porque ése sí que era un momento mítico.
Yo he regalado gritos. Porque la camiseta que le regalé no se la ha querido poner.
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